Cuando Barba azul regresó, le pidió que le devolviera las llaves y ella se las dio, pero con una mano tan temblorosa que él adivinó sin esfuerzo todo lo que había pasado.
Habiéndola examinado, Barba Azul dijo a su mujer:
-¿Por qué hay sangre en esta llave?
-No lo sé, respondió la pobre mujer, pálida corno una muerta.
-No lo sabéis- repuso Barba Azul,- pero yo sé muy bien. ¡Habéis tratado de entrar al sótano! Pues bien, señora, entraréis y ocuparéis vuestro lugar junto a las damas que allí habéis visto.
Ella se echó a los pies de su marido, llorando y pidiéndole perdón, con todas las demostraciones de un verdadero arrepentimiento por no haber sido obediente. Habría enternecido a una roca, hermosa y afligida como estaba; pero Barba Azul tenía el corazón más duro que una roca.
-Puesto que voy a morir,- rogó ella mirándolo con los ojos bañados de lágrimas, -dadme un poco de tiempo para encomendarme a Dios.
-Os doy medio cuarto de hora- replicó Barba Azul- y ni un momento más.
Cuando estuvo sola llamó a su hermana y le dijo:
-Ana, hermana mía, te lo ruego, sube a lo alto de la torre, para ver si vienen nuestros hermanos, prometieron venir hoy a verme, y si los ves, hazles señas para que se den prisa.
La hermana Ana subió a lo alto de la torre, y la pobre afligida le gritaba de tanto en tanto;
-Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
-No veo más que el sol que resplandece y la hierva que reverdece.
Mientras tanto Barba Azul, con un enorme cuchillo en la mano, le gritaba con toda sus fuerzas a su mujer:
-¡Baja pronto o subiré hasta ti!
-Esperad un momento más, por favor,- respondía su mujer; y a continuación exclamaba en voz baja: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
Y la hermana Ana respondía:
-No veo más que el sol que resplandece y la hierva que reverdece.
-¡Espera! Una gran polvareda que viene de este lado. Veo, a dos jinetes que vienen hacia acá, pero están muy lejos todavía... ¡Alabado sea Dios! -exclamó un instante después- son mis hermanos; les estoy haciendo señas tanto como puedo para que se den prisa.
Barba Azul se puso a gritar tan fuerte que toda la casa temblaba. La pobre mujer bajó y se arrojó a sus pies, deshecha en lágrimas y enloquecida.
-Es inútil- rugió Barba Azul,- hay que morir.
Luego, agarrándola del pelo con una mano, y levantando la otra con el cuchillo se dispuso a cortarle la cabeza. La infeliz mujer, volviéndose hacia él y mirándolo con ojos desfallecidos, le rogó que le concediera un momento para recogerse.
-No, no, dijo él, encomiéndate a Dios- y alzando su brazo...
En ese mismo instante golpearon tan fuerte a la puerta que Barba Azul se detuvo bruscamente; al abrirse la puerta entraron dos jinetes que, espada en mano, corrieron derecho hacia Barba Azul.
Este reconoció a los hermanos de su mujer, uno dragón y el otro mosquetero, de modo que huyó para guarecerse; pero los dos hermanos lo persiguieron tan de cerca, que lo atraparon antes que pudiera alcanzar a salir. Le atravesaron el cuerpo con sus espadas y lo dejaron muerto. La pobre mujer estaba casi tan muerta como su marido, y no tenía fuerzas para levantarse y abrazar a sus hermanos.
Ocurrió que Barba Azul no tenía herederos, de modo que su esposa pasó a ser dueña de todos sus bienes. Empleó una parte en casar a su hermana Ana con un joven gentilhombre que la amaba desde hacía mucho tiempo; otra parte en comprar cargos de Capitán a sus dos hermanos; y el resto a casarse ella misma con un hombre muy correcto que la hizo olvidar los malos ratos pasados con Barba Azul.
Barba Azul, cuento de Charles Perrault

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